Las fotos hechas con Polaroid tienen su encanto. Son trozos de papel que imprimen lo que estamos viendo en ese momento. Imágenes únicas que capturan un instante. Fotografías de las cuales solo tenemos una copia que se imprime en el momento. Estampas de una idea que tenemos en la cabeza, que llevamos a la práctica y que al imprimirse podemos tocar. Hacemos tangibles nuestros recuerdos. Y ya está. No hay más. Nadie más va a tener tu foto, tu recuerdo, tu momento. La puedes repetir si no te gusta el resultado, pero no será la misma de antes.
Una foto de Polaroid no es como las fotos que hacemos con cámaras digitales, en donde las tarjetas de memoria guardan las fotografías de un viaje que después procesamos en el ordenador y que guardamos entre nuestros archivos. No es como las fotos que hacemos con el móvil que automáticamente se sincronizan con la nube. Tampoco es como las cámaras de carrete que se guardan en una película que después con los negativos podemos revelar las veces que queramos. Además, el papel que tenemos para hacer las fotos es limitado. Y muy valioso. Son imágenes de edición limitada. Por eso las fotos que sacamos con una cámara instantánea suelen ser fotos que hemos hecho con más mimo y dedicación. Le damos más valor e importancia, porque el recurso que imprime ese instante se gasta.
A la larga, las fotos nos ayudan a recordar pedacitos de nosotros, momentos de nuestra vida. Lo que capturamos se queda guardado para siempre.
Son fotos que solo existen una vez. Irrepetibles. Únicas.