Hace mucho que no me paso por aquí y es que el año pasado fue bastante tormentoso en general. Pero de todo lo vivido, prometí escribir largo y tendido sobre esta experiencia que tuve la suerte de vivir a mediados de noviembre, con la persona perfecta.
Viajamos a Marrakech. Tenía mucha inquietud por el destino pero me transmitía un poco de inseguridad y a ratitos hasta un poco de miedo. Nada que no desapareciese a las horas de estar allí, lo que me hizo darme cuenta de los prejuicios y desconocimiento que tenemos cuando nos adentramos en una cultura árabe. No era la primera vez que iba a un país con esta cultura pero no había sido una experiencia «tan rústica». Había estado en Dubai y en medio de todo el lujo que respira la ciudad, hasta que no paseas por el mercado de las especias y ves los barcos en los que traen las mercancías, no te crees que estás en una ciudad de origen humilde en medio del desierto. Sin embargo en esta ciudad de Marruecos, aún se puede ver esa parte humilde y real que hace que el destino (y sus alrededores) sea un poco más auténtico (y eso que la ciudad está extremadamente masificada y turistificada).

Durante los cinco días que estuvimos allí, nos acercamos a conocer el hotel La Mamounia para poder ver ese contraste entre el mundo más lujoso y el «más real» de la calle, así veíamos las dos caras de la moneda. El destino en sí es caótico, aparentemente desorganizado, laberíntico, ruidoso, con música oriental de fondo, llamadas al rezo, sonidos de pitidos de motos, carros, burros, de gritos, de «compra aquí, entra en mi bazar, solo ver no tocar» depende de donde estés huele a especias, curry, carne cruda, gallinas, palomas o pájaros enjaulados y a marroquinería de cuero.
Hasta que perdiéndote por callejones sin salida y calles estrechas apareces en tu riad. Y entonces se detiene el mundo, el ruido desaparece, te invade un silencio total, solo escuchas el chapoteo del agua de la fuente y apareces en un patio blanco, con el suelo de azulejos y nada más entrar, te ofrecen sentarte en un sillón, con té de menta y dulces árabes. Mientras terminamos de completar nuestros datos de la reserva, no podía salir de mi asombro al haber aparecido casi por arte de magia en un lugar tan bonito. Espero no olvidar nunca esa sensación de paz, tranquilidad y alegría que me transmitía ese lugar. El riad se llama Le Rihani, es un lugar precioso, con un desayuno extraordinario y una atención y amabilidad exquisitas. El patio es espectacular, tiene una larga y estrecha piscina en medio de naranjos. Volvería allí sin dudarlo ni un segundo, pocos lugares me han parecido más mágicos que este.

Marrakech es un lugar donde reina el color, los naranjas, marrones y ocres en las paredes, los dorados, cobres y plateados en los techos, los azules, verdes y amarillos en las cerámicas. He mencionado la palabra azul muy a la ligera, pero de verdad, nunca vi un azul klein tan increíble como el de la casa de Ives Sant Laurent. El primer día, tras comer en el primer restaurante con el que nos cruzamos (para no perder tiempo de hacer visitas) fuimos en calesa hasta los Jardines Majorelle. Ahí fue la primera vez que regateamos, porque yo no sabía que aquí se regateaba hasta el transporte y al final por un precio irrisorio nos llevaron hasta allí.

Y entonces aparecimos ahí. En ese lugar mágico repleto de palmeras, bambú, vasijas y macetas de color azul, amarillo y naranja, con fuentes de agua y vegetación perfectamente colocada. Iba paseando a cámara lenta, embobada con todo el lugar. Creo que Dani me miraba hasta asombrado por verme tan fascinada con el sitio, sobre todo por toda la lata que le había dado porque no estaba muy convencida con el destino del viaje. Él ya había estado hacía más de diez años por lo que él no tenía tanto efecto sorpresa, aunque estoy segura de que al ver mi ilusión, se la trasladé por completo. Los jardines son espectaculares, ese azul es para perder el sentido y el contraste con el verde me tenía loca. En un futuro quiero tener una pared de mi casa pintada de ese azul para que me teletransporte allí.

Tras esa primera visita, negociamos la vuelta a la Medina y cogimos un tuktuk, rumbo a La Mamounia. Esta vez, lo que nos hacía gracia era aparecer en el hotel más lujoso de la ciudad en el vehículo más cutre de todos. Yo pensaba que no nos dejarían parar en la puerta del hotel o que nos dirían algo pero al bajarnos del tuktuk preguntamos si podíamos pasar y tras cruzar el arco de seguridad, entramos a ver el hotel, los jardines y nos tomamos un té de menta. Otra cosa no sé, pero el hotel es bonito a rabiar y solo por el olor que tiene el hall ya merece la pena entrar un ratito a verlo. De hecho tiene un olor tan espectacular que venden velas con la misma fragancia. No pregunté el precio, pero creo que no quiero saberlo.

Salimos del hotel y como ya se había puesto el sol, paseamos por la zona de la Koutoubia, por sus jardines y cruzamos el paseo que lo une con la plaza Jemaa El Fna. Al llegar allí ya era de noche y la plaza se había transformado por completo, estaba llena de gente que en corrillos jugaban a juegos de azar, contaban historias, cantaban y bailaban alrededor de pequeñas hogueras…
Eso por un lado, luego caminabas un poco más y llegabas a la parte de los miles de puestos de comida, donde los «relaciones públicas» de cada uno te entran por todos lados con los menús en la mano para que comas en su puesto. Ahí sí que es para volverse loco y tienes que decirles a todos que ya has cenado, para que no insistan mucho más. Aunque eso no los hace callar porque te insisten para que vuelvas mañana. Paseas por el medio de puestos de pescado, carnes, caras de cerdo, caracoles, verduras, sopas, cuscús, tajines. Allí convive gente local y turista comiendo lo mismo. Sobra decir que te olvides de los cubiertos y que allí se cocina y come todo con las manos. No es lo más higiénico del mundo pero admitiré que no me puse mala ningún día, era otra de mis grandes preocupaciones y me había preparado un botiquín enorme. Pero la primera noche no cenamos en la plaza, teníamos una reserva en Dar Cherifa, un restaurante muy bonito que descubrimos al llegar que era también riad. Comida casera, un patio abierto, tranquilidad y música suave de fondo, luces bajas y velas. Después de cenar volvimos al riad para descansar y prepararnos para el segundo día.

A la mañana siguiente nos despertó la llamada al rezo pero conseguimos dormir un rato más y despertarnos no muy tarde para que nos cundiese el día. Empezamos con un desayuno completo, té de menta con unas tortitas que hacen allí con miel, huevos revueltos y mandarinas del jardín. Después de desayunar fuimos temprano a ver el Palacio de la Bahía. Hicimos la visita por nuestra cuenta aunque poniendo a ratos el oído en las visitas guiadas que había alrededor. En mi obsesión con conseguir fotos de lugares turísticos masificados completamente vacíos, iba fotografiando todo lo que podía antes de que avanzaran los grupos. El lugar es muy muy bonito, repleto de azulejos de colores, de arcos y paredes perfectamente esculpidas y talladas minuciosamente. La verdad es que me encantó y de ir viéndolo todo despacio y de estar haciendo fotos, la visita fue preciosa.

Después de estar allí nos fuimos al Palais El Badi que realmente son las ruinas que quedan de un palacio maravilloso que existió antiguamente. Aún así, hacía un día espectacular de sol, por lo que el contraste al mirar las paredes naranjas del lugar y el cielo azul daba mucho juego en las fotos y como aquí sí que estábamos prácticamente solos, se agradecía y hasta parecía que no estábamos en Marrakech. Nos quedamos con ganas de ver la Madrasa de Ben Youssef pero estaba en obras.

Después de esas dos visitas mañaneras, volvimos al riad a descansar para darnos un masaje. Error nuestro que nos dejamos las chanclas en Madrid y el look de albornoz y zapatillas con calcetines era de lo más cómico. El masaje duraba media hora, era con aceite de argán y dejaba la piel perfecta y el cuerpo perfectamente descansado y relajado. Tras ese break nos fuimos a comer, esta vez en un lugar súper bonito llamado Le Jardin, otro oasis de paz que cuesta encontrar porque pasa desapercibido pero que al cruzar las puertas, te cuesta creer que haya un lugar tan verde y limpio como ese. Comer un tajín de cordero oyendo los pajaritos de fondo y bebiendo un batido de aguacate. De postre, dulces árabes y otro batido de aguacate. Era feliz. Además, pude fijarme de la cantidad de grupos de mujeres que había en la ciudad viajando solas que elegían este restaurante para comer. De hecho, Dani y yo éramos de las pocas parejas que había alrededor, eran casi todo grupos amplios de mujeres. Y no me extraña, porque el destino y este restaurante en concreto invitaba a hacer un viaje de amigas.

Después de comer, llegó el momento de la verdad, de decir «aquí hemos venido a jugar» y empezamos a perdernos por los distintos callejones de bazares y distintos zocos, recorriendo kilómetros entre puestecitos y tiendas de todo tipo de objetos. Especias, cerámica, babuchas, kaftanes, lámparas, joyas, antigüedades, artículos de cuero, animales vivos, carnes, puestos de comida, más especias, tajines, más cerámica, más babuchas, más telas, más lámparas y cuando queríamos darnos cuenta, tras pasar miles de puestos caminando, resulta que habíamos estado dando vueltas en círculos por diferentes callejuelas que parecían todas iguales. Al final buscabas casi desesperado la manera de volver a la plaza central o acababas preguntando a vendedores que te daban una vuelta más por el zoco para desorientarte, pasar casualmente por delante de su tienda y ya volver a la plaza, que era lo que originalmente querías.

El momento de regatear de tiendas lleva mucho tiempo y por pereza o por no querer perder mucho rato y dejarnos sin ver algún rincón, compramos relativamente poco. A cada artículo que te quieres llevar le vas a echar mínimo 15 minutos de regateo, así que recomiendo primero planificar la visita, los caprichos, saber si merece la pena negociar el artículo, y el tiempo de zocos que vas a dedicar. Yo tuve una tarde y una horita aprox de la mañana del último día. Y en realidad el último día cuando empiezan a abrir las tiendas y casi no hay gente (en torno a las 10:30-11), hice todos los recados que tenía en mente. Preguntando cómo volver a la plaza, nos llevaron a ver el lugar donde tiñen las telas y lanas y fue un ratito muy agradable hablando con los artesanos del lugar.

La segunda noche teníamos una reserva en la azotea de NOMAD con vistas a la Medina, un restaurante donde se centran en el producto local fresco y le dan un giro moderno a la comida tradicional. La verdad es que lo agradecimos porque después de dos días comiendo casi siempre brochetas de carne, cuscús o tajín, echas de menos otro tipo de platos.
Al tercer día teníamos un viaje organizado al desierto, para dormir en uno de los lugares más bonitos para disfrutarlo, KamKam Dunes. Un campamento de jaimas perfectamente acomodadas para disfrutar de una noche en el desierto. Dormimos en una jaima privada para nosotros, con una cama con dosel y baño con ducha dentro. La habitación era preciosa y el campamento también. El dosel con vistas a las dunas quitaba el aliento y tras pasar muchas horas en un minibus para llegar allí, la emoción por llegar al desierto era total, pero no adelantemos acontecimientos, que aún nos queda llegar allí.

El tercer día salimos de Marrakech y pusimos rumbo al desierto de Merzouga. Para llegar allí se atraviesan casi 600KM por lo que el viaje no es nada corto. Se cruza la cordillera Alto Atlas, las carreteras son con muchísimas curvas, estrechas, con vallas o quitamiedos medio caídos y aunque las vistas son de infarto por la altura que se coge, a ratos se hace eterno, te mareas y tras pasar alrededor de tres horas de subidas aún te queda un rato para volver a bajar y estar en terreno llano.

Al cruzar las montañas hicimos una parada en kasbah Ait Ben Hadouh, una antigua ciudad hecha por completo de adobe, donde se han grabado películas como Gladiator y escenas de Juego de Tronos, concretamente la ciudad de Yunkai, liberada por Khaleesi. Las vistas desde arriba del todo impresionan porque estás en medio de la nada, se ven las montañas que acabas de cruzar y al fondo empieza a asomar el desierto. Esa primera noche de excursión dormimos en Dades, un pueblo que hay antes del largo trayecto al desierto.

A la mañana siguiente el bus vino a buscarnos temprano y fuimos a la garganta del Todra que es un valle rocoso que impresiona mucho por la altura de las paredes, el destino perfecto para los amantes de la escalada. Allí tuvimos una visita por la zona para luego ver la zona de cultivos y conocer la tienda de una familia que tras invitarnos a té, nos explicaron cómo hacen las alfombras en los telares. Tras pasar la mañana allí, el bus hizo una parada en un bar de carretera para reponer fuerzas y ya sí que sí llegamos a donde habíamos quedado con los de KamKam Dunes.

Salimos del minibus y nos metimos en un 4×4 que nos llevaba al campamento. Tras subirnos y ponernos el cinturón, sin darnos cuenta desapareció la carretera y estábamos rodeados de kilómetros de arena y dunas. Estaba nublado y se avecinaba una tormenta, por lo que el ambiente era mas húmedo de lo que habíamos imaginado, olía a lluvia en un lugar donde reina el calor. En el coche sonaba «A sky full of stars» de Coldplay y en esa emoción de por fin estar en el desierto tras un larguísimo viaje se me empezó a hacer un nudo en la garganta y se me escapó alguna lágrima. No podía creer lo que estaba viendo. El desierto impresiona muchísimo, te sientes muy pequeño en medio de la nada, estás rodeado de dunas de arena y al fondo se veían dos dunas altísimas, no podía dejar de mirarlas. La primera impresión es increíble. Dani y yo nos mirábamos en silencio, repletos de ilusión, sobraban completamente las palabras y cualquier cosa que dijéramos para describirlo se quedaba corto.

Llegamos al campamento, soltamos las mochilas y nos fuimos a caminar por el desierto. Pasamos la primera zona de dunas, seguimos caminando, hacía muchísimo aire, estaba nublado y veíamos que las nubes negras se acercaban aún más. No tuvimos una puesta de sol llenas de color pero el paisaje era tan espectacular que no hacía falta. El color naranja de las dunas impresionaba, el tamaño de ellas y no ver civilización alrededor también. La soledad. El viento. La arena. Nos pusimos nuestros fulares a modo de turbante bereber con la técnica que aprendimos a hacer para cuando hay tormentas de arena. Y pasear en medio de la nada. Estar quietos simplemente mirando el paisaje en silencio. Quería inmortalizar ese momento, esas sensaciones de felicidad absoluta. De verdad. No puedo tratar de describirlo mejor y sé que me estaré quedando corta con lo que sentía dentro. Tenía la cámara colgada y dejaba de hacer fotos porque no hacían justicia a la realidad.

Después de hora y media caminando por la arena volvimos al campamento para descansar en la zona común. Habíamos reservado una botella de vino y la abrimos antes de empezar a cenar mientras terminaba de caer el sol. Se hizo totalmente de noche, una oscuridad que lo invadía todo y el camino de alfombras entre las jaimas se llenó de antorchas y velas encendidas. Empezó a llover. Los chicos del campamento estaban haciendo una hoguera para ver las estrellas, pero el cielo estaba cubierto y hacía mucho viento. Olía a tormenta y estando en el desierto provocaba ese olor tan peculiar y agradable de verano. Empezamos a cenar lo que habían preparado y de la cocina no paraba de salir abundante cantidad de comida cada vez más rica. Cenamos de maravilla, con la tormenta encima de nosotros. Daba mucho respeto porque cuando la ves en casa te sientes protegido pero debajo de telas impone mucho más. Dani y yo jugamos a averiguar a cuántos KMs de distancia estaba la tormenta, contábamos los segundos entre el rayo y el trueno. Caían rayos que en medio de esa oscuridad que tanto impresionaba, iluminaba las enormes dunas del fondo. Al terminar de cenar volvimos al salón común y allí los chicos marroquíes empezaron a cantar y a tocar música con instrumentos de música de la zona. Esa noche caímos rendidos, explotaba de amor y nos dormimos con el sonido de la lluvia de fondo.

A la mañana siguiente nos despertaron a las 5:30 y nos dijeron que íbamos a montar en camello para ver amanecer. A mí, que me impone mucho la oscuridad, me dio un poco de angustia ver que si caminaba en línea recta no veía nada a mi alrededor y pensar en hacer lo mismo subida a un camello me preocupaba un poco. Me subí al camello casi en tinieblas y a los pocos minutos ya estábamos caminando. Hacía muchísimo frío y viento. Al no haber nada que te tape la corriente, la sensación térmica era incluso menor. Los camellos con su ritmo tan pausado y calmado transmitían mucha tranquilidad y tras llegar a la base de la duna, se sentaron para descansar.

Subimos la duna caminando, los pies se hundían y era muy difícil llegar a la cima, pero al llegar arriba del todo, empezaban a asomar los primeros rayos del sol entre las nubes. Parecía que después de la tormenta no iba a amanecer nunca, pero como decimos en Galicia, «al final siempre abre». Y vaya que si abrió, salió el sol y al fondo nos dijeron que lo que se veía era Arabia. Y otra vez, dabas vueltas sobre ti mismo y lo único que se veían eran kilómetros y kilómetros de arena. Quería quedarme a vivir en el desierto o por lo menos disfrutarlo un día más. Pocas veces me he sentido así y solo pienso en volver a repetirlo. No sé si en ese desierto o en otro, pero me muero de ganas de volver a ver algo así.

Vimos amanecer en las dunas y eso me hacía tremendamente feliz. Estaba tan ilusionada que casi no desayuné, así que cogí unas galletas y las guardé para el viaje. Nos esperaban 10h de minibús atravesando de nuevo el Atlas, donde se nos hizo de noche y si ya daba vértigo cruzar esas carreteras de un solo carril, con camiones, adelantando coches y otros minibuses, hacerlo a oscuras, era aún peor. Había momentos que pensaba «esto no lo cuento». Como no se veía nada, íbamos con el mapa del móvil abierto para saber si quedaba mucho. Fue un viaje duro y eterno, sobre todo porque tras vivir algo tan bonito y con tanta intensidad el día de antes y la misma mañana, después te da el bajón y como era el penúltimo día, solo teníamos ganas de volver al riad, descansar y aprovechar las últimas horas de la mañana antes de coger el vuelo de vuelta.

Esa noche cenamos en la plaza, nos zambullimos en el caos y como todos los puestos resultan ser prácticamente iguales y estábamos agotados, nos sentamos en el primero que encontramos. Cenamos bien, ¡había que vivir la experiencia más auténtica de cenar en medio de todo ese jaleo! A la mañana siguiente, después de desayunar fuerte, terminamos de cerrar la maleta y nos fuimos al zoco otra vez para hacer las últimas compras. Unas babuchas, unos tajines, un pañuelo y algo de bisutería. Como era primera hora, decían que éramos los primeros clientes y que teníamos precio especial, pero nosotros que íbamos muy al grano porque teníamos prisa e hicimos bajadas de precio sin descaro. Estoy segura de que lo podríamos haber sacado todo mucho más barato, pero también queríamos gastar los últimos dirhams que nos quedaban y no nos importaba que nos sacaran un poco extra.

Finalmente, con todo el dolor del mundo tuvimos que volver al riad, hacer el checkout y subir al transfer que nos llevaba al aeropuerto de nuevo. No nos sobró tiempo y quizá el viaje con un día más habría sido más pausado, pero sinceramente, con cinco días teniendo dos de ellos el viaje hasta llegar al desierto, da tiempo a verlo todo. No te haces una idea de las distancias hasta que estás allí, pero está todo más cerca de lo que parece. Y lo mejor, es que desde Madrid se tarda hora y media aprox de vuelo, por lo que si tienes ganas de repetir, es una escapada fácil y muy muy agradabe.
De verdad, si no habéis ido nunca, dadle una oportunidad a Marrakech. Superó todas mis expectativas.
Jo. Si ya tenía ganas de ir… ahora con tu post…
Increíble.
Tenéis que ir, no dejes de tenerlo en mente, me dejó maravillada. Además para comer hay mil opciones veggies 😊