De días remolones

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Tiergarten – Berlin 2016

El pasado domingo me desperté en Berlín, como lo llevo haciendo durante las últimas dos semanas. El cielo estaba cubierto de nubes y después de remolonear, ya era tarde, por lo que el plan perfecto era irse de brunch. Al salir de casa vestida de verano me paré en seco al notar la lluvia. No llevaba paraguas y quizá pasaría frío, así que me di la vuelta, me cambié los pantalones rosa por los vaqueros y las bailarinas de ante por los botines de cordones. Paraguas en mano y de vuelta a la calle.

El semáforo que cruzo todos los días para ir al metro se puso en rojo para peatones justo cuando tocaba cruzar. Esperando bajo la lluvia, en un día gris, de aspecto triste, lo único que apetecía era llegar en cuanto antes al metro. Sin embargo, en ese paso de cebra me encontré una rosa roja tirada en el asfalto. Daban ganas de cruzar aunque estuviera en rojo para recogerla. Era la nota de color perfecta para un día oscuro. De pronto, mientras observaba la flor, pasó un coche. En ese instante me dio tiempo a pensar entristecida, «ay, se va a llevar la flor por delante». En efecto, se la llevó, pero de pronto todos los pétalos quedaron esparcidos por la carretera siguiendo el sentido del coche. El momento duró unos instantes pero la imagen en mi cabeza pasó a cámara lenta. Poesía visual. Se abrió el semáforo y me tocó cruzar. Con cuidado de no pisar la flor.

No sé cuánto duran los pasos de cebra en el resto de Alemania, en Berlín muchos de ellos se suelen poner en rojo nada más abrirse, dejándote en el medio y terminando por hacerte correr para llegar al otro lado. Los que se conocen bien la ciudad suelen adelantarse al semáforo y empezar a cruzar un poco antes de que esté verde para peatones, de ese modo no te quedas en medio cuando vuelve a cambiar de color. Yo aún no me atrevo del todo a cruzar antes de tiempo pero empiezo a copiar las costumbres de los demás berlineses. Donde fueres haz lo que vieres.

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Oranium Corner – Berlín 2016

Llegamos al brunch, un restaurante precioso con sillones de cuero granate y madera, rosas en cada mesa, con ventanales, lámparas que parecen ramas de árbol entrelazadas, paredes pintadas con flores… Un sitio bonito para tomar un brunch en el barrio judío. Tras un plato lleno de quesos y otro con salmón y mostaza dulce nos fuimos a la calle.

Al salir de allí seguía lloviendo pero esta vez no abrí el paraguas. Dejé que la fina lluvia me empapara la cara mientras hacía fotos a las paredes de las fachadas llenas de pintadas, pensé sobre una reflexión que leí hace poco que hablaba de lo dadaísta que era todo el arte urbano, nos perdimos por los patios interiores llenos de cafés y heladerías y de vuelta a casa, era domingo remolón, de esos de peli y manta en los que disfrutar de los detalles…

¿Sabéis qué? En las paradas de metro berlinesas grandes suele haber siempre una floristería. Y me he dado cuenta de que eso hace los días grises menos grises. Al parecer, por aquí es muy común tener flores en casa, así que yo ya he regalado mi primera rosa roja por sorpresa. Y aunque esto ya no será sorpresa: no será la última que compre.

P.D: Esta semana dicen que hará buen tiempo. Aquí no hay playa, pero el mismo plan se suele trasladar a los lagos de los bosques y resulta bonito y especial poder bañarse en medio de un espacio lleno de árboles en plena naturaleza. Así que, aplicando una frase que me han dicho por aquí «lo bueno del verano en Alemania es cuando cae en fin de semana».

A mi 2016

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A este año le pido principalmente: viajar. Hacer viajes y vuelos inesperados que me sigan haciendo crecer. Que los mejores recuerdos se crean cuando sales de casa y de la rutina. También le pido sentir muy fuerte, retos que me pongan a prueba, disfrutar al escuchar canciones recomendadas que no conozco, dar besos llenos de cariño, recibir abrazos en los que quedarme a vivir, pintardespintar labios rojos, reducir distancias a milímetros, disfrutar de fotos delante y detrás del objetivo, palabras y personas por las que dejarme inspirar, bocados que me dejen con ganas de repetir mil veces, noches de cervezas… Y siempre brindar mirando a los ojos.

«Ser feliz es entender que este es el mejor momento.» – Marwan.

De películas berlinesas

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Si me quedo en Berlín…

Quiero una bicicleta rosa para recorrérmela entera.

Hacerme fotos en todos los fotomatones de la ciudad y perder la timidez en cada flashazo por sorpresa.

Desorientarme en plazas gigantes, buscar buses que parece que no llegan nunca y acabar riéndome de los errores de principiante que tiene uno el primer día en una nueva ciudad.

Perderme mil veces en el mercadillo más grande, buscando colgantes, pulseras y pendientes con trocitos de mí.

Probar las cervezas de trigo artesanas de cada bar junto con los pretzels por las calles de la ciudad.

Hacer todas las colas que haga falta por probar un kebab del sitio donde se inventó, o una hamburguesa en un antiguo baño debajo de un puente ahora convertido en cocina.

Ver atardeceres a la orilla del río, en un lugar donde todos son bienvenidos y donde, para garantizar la seguridad, te preguntan hasta qué haces llevando encima una pistola de juguete con balas de goma espuma.

Sorprenderme con la alegría, energía y buen rollo que hay en la zona de discotecas, en fábricas y edificios abandonados. Quiero conocer los locales más extraños y peculiares que haya. Da igual si es uno que tiene aspecto de salón de casa de abuela, con sus sofás de ante y raso, mesas de madera y papel pintado en la pared, donde te ponen música comercial. Otro tiene una casa pegada en el techo para hacerte dudar dónde empieza y acaba la realidad. Otro lleno de calaveras y farolillos de papel, con billares en los que pasar horas.

Que una noche de verano signifique ver amanecer a las 4:20 de la mañana al volver a casa, tras comerte una palmera de chocolate en un metro que no duerme los viernes y sábados.

Pasear por calles en las que no te juzgan si llevas el pelo azul o vas lleno de piercings en los labios, si eres un señor mayor con el pelo blanco que lleva una camiseta de un grupo heavy o si sois una pareja de chicas disfrazadas de robot.

Tratar de descifrar el significado de cada graffiti que hay en los baños de los sitios más extraños.

Enamorarme de cada mesa de restaurante, donde siempre hay velas y flores para hacer el ambiente más íntimo y personal.

Conocer la ciudad en los meses más fríos para refugiarme en chocolaterías, merendando tartas de manzana con canela.

Acostumbrarme a disfrutar de la lluvia, de los días grises donde los charcos de agua son divertidos cuando tienes unas botas todoterreno.

Aprenderme de memoria las estaciones de metro que van de un lugar a otro y jugar a inventar traducciones literales.

Viajar sola, coger un avión de vuelta a casa con las palabras «quédate» al oído y con abrazos escritos en forma de carta antes de despegar.

Podría llenar una caja de cosas que me encantan de esta ciudad, para tenerla siempre conmigo y, cuando la eche de menos, tocar lo que me traje de allí y los detalles que me marcaron en ese destino. Cerrar los ojos y dejarme llevar. Tener un billete de ida sin vuelta. Porque una parte de mí se quedó en Berlín. Y quiero volver a sentir bajo mis pies que que Berlín no es Alemania. Y volverme a enamorar de cada recuerdo que dejé entre sus calles.

«Un destino es una oportunidad para reencontrarse. Un hogar es donde vacías tus maletas. Y un origen es donde dejas que crezcan los recuerdos. Por eso, por mucho que te alejes, ellos se crecen más.» – Risto Mejide, Je demande.

Fotografía tangible

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Las fotos hechas con Polaroid tienen su encanto. Son trozos de papel que imprimen lo que estamos viendo en ese momento. Imágenes únicas que capturan un instante. Fotografías de las cuales solo tenemos una copia que se imprime en el momento. Estampas de una idea que tenemos en la cabeza, que llevamos a la práctica y que al imprimirse podemos tocar. Hacemos tangibles nuestros recuerdos. Y ya está. No hay más. Nadie más va a tener tu foto, tu recuerdo, tu momento. La puedes repetir si no te gusta el resultado, pero no será la misma de antes.

Una foto de Polaroid no es como las fotos que hacemos con cámaras digitales, en donde las tarjetas de memoria guardan las fotografías de un viaje que después procesamos en el ordenador y que guardamos entre nuestros archivos.  No es como las fotos que hacemos con el móvil que automáticamente se sincronizan con la nube. Tampoco es como las cámaras de carrete que se guardan en una película que después con los negativos podemos revelar las veces que queramos. Además, el papel que tenemos para hacer las fotos es limitado. Y muy valioso. Son imágenes de edición limitada. Por eso las fotos que sacamos con una cámara instantánea suelen ser fotos que hemos hecho con más mimo y dedicación. Le damos más valor e importancia, porque el recurso que imprime ese instante se gasta.

A la larga, las fotos nos ayudan a recordar pedacitos de nosotros, momentos de nuestra vida. Lo que capturamos se queda guardado para siempre.

Son fotos que solo existen una vez. Irrepetibles. Únicas.