¿Sabes la sensación de querer ver a alguien a quien llevas mucho tiempo sin ver? ¿O las ganas de volver a probar el plato favorito de tu madre? ¿Las ganas de volver a repetir un fin de semana entero porque lo has disfrutado de principio a fin?
Algo así me pasa con una ciudad, y mira que he conocido ciudades, París tiene un gran efecto sobre mí, es otro lugar que me ha dejado atrapada con un millón de recuerdos increíbles y a la cual podría dedicarle un post en profundidad. También lo es Nueva York, el primer destino en el que he llorado a mares al aterrizar sin poder creerme que por fin estaba allí. Podría definir París y Nueva York como dos de mis tres ciudades favoritas del mundo, pero Berlín… Mi Berlín es lo mejor que he conocido en mucho tiempo. No conozco a nadie que después de estar allí se haya vuelto como si hubiese visitado una destino más. Tiene algo, que no sé explicar, algo que sentí nada más pisarla, que me acompañó durante los 7 días que duró aquel viaje y que al despegar también hizo que se me saltaran las lágrimas cuando me tocaba volver a Madrid. Algo que hace que cuando vea fotos, vídeos, películas y series que se han rodado por la ciudad o simplemente lea artículos que me invitan a recordarla, se me ponga la piel de gallina y no pueda evitar morirme de rabia por no estar en ese preciso instante allí.
Casi un año deseando volver a perderme por sus calles durante días, por su gente, por sus paredes pintadas, por sus tuberías de color rosa y azul que pasan por encima de la carretera, por sus adoquines recordando por donde estaba levantado el muro, por sus graffitis en cualquier esquina de la ciudad, por su impoluto monumento memorial a los judíos, por sus avenidas y estaciones innombrables, por sus bares llenos de cerveza de trigo artesana, por su mil tipos de cervezas distintas a cada cual con un sabor mejor que el anterior, por sus parques donde tirarse en la hierba al sol cuando hace buen tiempo, por pasear a la orilla del Spree viendo como se pone el sol y deja un atardecer de colores, por sus currywurst de cualquier puesto callejero, por sus pretzels tan apetecibles a cualquier hora del día, por sus mercadillos interminables llenos de sorpresas que descubrir o de cámaras antiguas que piden a gritos que te las lleves a casa, por su capital tan poco alemana y tan ciudad de todos que te acoge seas de donde seas, por su inmensa y bonita catedral que fue reconstruida antes de ayer, por sus edificios abandonados y desolados que no se molestaron en mantener y ahora guardan un extraño encanto que te hace sumergirte en su pasado a través de los rotos de sus paredes.
Por su libertad de poder pasear mientras le das un trago a tu botellín de cerveza, por Madamme Claude, un local donde puedes entrar en una casa del revés, por un local al que quiero ir donde puedes beber vino y pagar lo que consideres que has bebido o comer en un buffet de cocina vegana cuyo precio es de tu elección porque es para proyectos solidarios, por la superpoblación de gatos que hay en sus calles y las ganas de adoptar uno de ellos para que no acabe abandonado, por sus estaciones de metro con azulejos cada una de un color y tipografía diferente, por sus mejores hamburguesas en un local que antes era un baño público debajo de un puente o un kebab en el que tienes que hacer cola durante media hora o 45 minutos si quieres probar el más famoso de la ciudad, por sus fotomatones analógicos que te hacen darte cuenta de todo lo que te daría tiempo a hacer en 5 minutos, mientras esperas ansioso a que se revele la tira de fotos que acabas de hacerte en ese pequeño cubículo con sus inesperados flashes, donde parejitas se habrán metido a inmortalizar un beso, por su Tante Emma, un bar que te transmite intimidad con sus luces bajas, velas y rosas en las mesas y sillones de raso sacados de la época victoriana…
De verdad, Berlín. Va a hacer un año desde que me enamoré de todos tus rincones a primera vista. Y mira que enamorarse es una palabra grande que no se debe soltar a la ligera, pero te la mereces. Con todas las letras. Necesito volver a verte ya.