El cepillo de dientes

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Muchas historias comienzan con un cepillo de dientes.

Cepillos de dientes que pueden contener trazas de «quédate esta noche un ratito más».

Ese momento en el que tenemos un feeling de que vamos a pasar muchas noches con esa persona en casa. Una historia que nos gusta. Que nos apetece que dure. No una ni dos lunas. Más de tres y cuatro. Semanas. Meses. Darle el tiempo que se merezca.

No recuerdo cuándo empezaste a tener cepillo de dientes en mi baño. Pero sí cuándo dejaste de tenerlo. Tras cortar, lo mantuve unos días por si te arrepentías o por si alguna noche venías a cenar y nos quedábamos hablando hasta tarde. Luego asumí que eso no iba a pasar y lo mantuve un poco por nostalgia. Finalmente me di cuenta de que molestaba tenerlo tropezando con el mío o incluso confundiéndome al coger el que no es.

Tiré el tuyo a la basura, no era necesario tenerlo. Ni remover recuerdos cada vez que lo veía. No dueles, no. Pero hay cosas que simplemente no es necesario mantener.

Unos días después empecé a tener cepillo de dientes no solo en mi casa.

Madrid muy nuestro

Madrid con ganas hace que te invada la curiosidad por verla en profundidad.

Me he perdido por sus calles sintiendo y fotografiando el vandalismo poético de los versos que Boamistura dejó en los pasos de cebra.

He conocido bares y sitios bonitos en calles escondidas de Alonso Martinez, lugares llenos de magia donde he tenido conversaciones con personas con un corazón muy grande.

Entre las calles perdidas por detrás de la Gran Vía he descubierto el placer de las tapas en La Selva, El Respiro y El Tigre, donde las cañas madrileñas saben mejor cuando la compañía es buena.

He querido llorar de la emoción con el pintxo de foie de Txirimiri acompañado de un buen txakolí cuyo sabor no recordaba.

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He perdido el rumbo por Fuencarral mientras buscaba Chueca y sus restaurantes bonitos en los que quiero repetir cenas junto con otros tantos que quedan por descubrir por allí.

He despertado en plena Latina y he vivido el ambiente del mercado de buena mañana. La gente se pierde entre puestos de pescados, verduras y carnes donde encuentras tesoros como butifarras artesanas de piñones, mango y foie.

Tras volver del mercado de La Cebada, he sido pinche en una cocina en la que solo cabemos dos oliendo todas las maravillas que salen de ese fogón.

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Me he acostado tras pasar la noche en la ciudad que no duerme, bailando hasta lo inbailable en Kapital hasta que nos han echado por ser tarde. Pero no, la noche no acabó ahí.

Los domingos han sido menos domingos, los lunes casi jueves, los martes los nuevos viernes, pasando por el miércoles que marcaba nuestro ecuador de una semana en que da igual qué día sea, Madrid siempre nos quiere descubrir un plan incluso más apetecible que el anterior. Aunque sea casero.

He descubierto el secreto de las ginebras con canela en rama, naranja, pomelo o perejil. Todas ellas acompañadas con limón, ya que la tónica me hace perder la audición que ni todo el barullo de Madrid podrá callar.

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He subido y bajado la Carrera de San Francisco subida a todos los botines de tacón de mi armario sin tener complejo por ser demasiado alta y eso es algo que poca gente puede conseguir que haga.

Me sé de memoria el paseo hasta Tirso de Molina y he paseado por Tribunal vaciando cervezas en un libanés de mala muerte descubriendo mil sabores que repetiría.

He estado días y noches noches enteras en el centro y, sin haberme vuelto, ya he echado de menos que fuese de noche otra vez para volver a perderme en la mejor de las compañías por sus calles.

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Me he despedido en la boca de metro de Plaza España con ganas de volver a vernos en La Latina.

Moncloa ya no sabe a qué horas me va a recibir de vuelta, ya que muchos días acaban con planes improvisados.

Madrid llena de ganas, ganas de vivir, ganas de conocer, ganas de soñar, ganas de perderse y comérselo entero.

Quiero que Madrid sea una barra libre de momentos ¿vienes?