Despego de Santo Domingo para aterrizar en Madrid. Desde un país menos desarrollado a uno desarrolladisimo.
Una vez estoy arriba miro por la ventanilla del avión, una larga línea de luces bordean la bonita costa que se ve durante el día, donde la linea del horizonte separa el cielo del mar. Alrededor de esa línea de luces, hay muchos más puntos de luz y lo que se ve de isla está inundada de destellos de color naranja y blanco.
Cierro los ojos unos instantes mientras el avión va cogiendo altura y cuando los vuelvo a abrir, apenas unos segundos después, vuelvo a mirar por la ventanilla. La línea que bordeaba la costa se quedó muy atrás, y las luces que la rodeaban tambien. Ahora apenas hay luz, sólo de vez en cuando se concentran destellos que se ven desde el aire. Pero en medio de tierra apagada, negra, oscura.
Pequeñas concentraciones de luz de villas en las que viven grupos de personas con sus menudos negocios. Bares en los que en las paredes de la entrada pone que sirven bebidas frias para captar tu atención, peluquerías que encuentras en cada calle una, gomerías que arreglan los neumáticos de coches, hostales de barrio, locales con tiendecitas y puestos en la calle con frutas tropicales y verduras de la tierra.
Personas que cada día se buscan la vida para ganar dinero y poder vivir dignamente, que con poco se conforman y cubren sus necesidades básicas. Familias numerosas y con una moto para llevar a cinco encima, cantidad de autobuses amarillos que llevan a los niños al colegio.
Así es el paisaje de los alrededores de Santo Domingo. Y todo eso lo he visto en tres horas de coche cruzando de una punta de la isla a la mitad de la misma.